miércoles, 19 de noviembre de 2008

la marca de la muerte

Juan Ramón Lorca, era un terrateniente acaudalado. Un caudillo Rosista de pura sangre, un patrón severo e implacable conocedor todas las mañas del campo que trabajaba a la par de sus peones, Un cristiano devoto que sin embargo no rezaba, pues veía en tal menester un acto de debilidad. Pero sobre todas las cosas era Juan Ramón Lorca, un robusto padrillo. Un semental vigoroso que según se rumoreaba era capaz de embarazar a veinte mujeres distintas en un mismo día. La mayoría de las jóvenes del pueblo llevaban su marca, y no es esto una metáfora pampeana. Juan Ramón Lorca, del mismo modo que lo hacía con su ganado. Marcaba las nalgas de sus hembras con la marca de su estancia al rojo. Este cruel proceder así como sus abusos patronales le había ganado el odio de muchos hombres, pero también una fama que atemorizaba. Ninguno de los padres y maridos humillados se atrevía a meterse con él para ajusticiarlo y se comentaba en la pulpería que ni siquiera el Maligno restaurador de las leyes se hubiera atrevido.
El caudillo Era un hombre alto, de macizas espaldas, quijada rectangular y tez morena. Un ejemplar perfecto de la Raza criolla- a la que algunos años mas tarde Mitre le auguraría el gobierno del mundo- que se paseaba presuntuoso por el pueblo al que consideraba de su propiedad, a sabiendas de la inmunidad que le confería sus estrechos lazos con el poder.
Por eso cuando el joven pobretón Pablo Sánchez, desgarbado y escuálido hasta lo inimaginable lo retó a enfrentarse a duelo, por haberle embarazado la mujer, nadie pudo créeselo de primeras. Está borracho y no sabe lo que hace. El hambre lo volvió loco. Los celos no lo dejan pensar. Decían las viejas. Pero todos calladamente anhelaban un desenlace épico y en silencio esperaban la caída del Caudillo.
Juan Ramón Lorca aceptó gustoso el desafío de una lucha a mano limpia, y aquella misma tarde en la plaza central, bajo una tenue llovizna gris mató a golpes de puño y sin dificultad a uno de sus muchos hijos bastardos. Todos lo aclamaron sin pasión y retornaron a sus ranchos cabizbajos. Al llegar la noche, después de una cena opípara el caudillo se lleno el alma de vino, hinchado de hombría y de poder pidió a la criada que llamara a su hija juliana, su manceba preferida para hacerle un hijo que reemplazara el recién muerto. Madre e hija como buenas sirvientas accedieron sin chistar. Pero cuando el patrón se hubo rendido a la curda, escaparon sin dejar rastro hacia lo de una hermana en las afueras de la provincia.
Mientras dormía Juan Ramón Lorca soñó con sus dos testículos azabaches y su verga de potro clavados en la puerta de la casa y la marca de su estancia grabada debajo. Cuando despertó sudando despavorido al amanecer supo que había engendrado a su asesino.

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